Acompáñame dándole al botón "Me gusta" y mejor aún dándole al botón "participar en este sitio". Se está muy bien en buena compañía.

En facebook

Seguidores

Un nombre, una persona.

 
Tengo un amigo que es capaz de recordar una cara y su nombre asociado aunque haya transcurrido mucho tiempo. Siempre me sorprende porque ´cuando me habla de alguien suele tener que hacerme todo un historial del esa persona. “¿No te acuerdas que le vimos en tal sitio, que se llama tal y que nos dijo que,…”. ¡Igual está hablando de alguien que conocimos quince años atrás!

Le sorprende y se enfada con mi poca memoria. Yo intento engañarle diciéndole que sí, que me acuerdo. Eso le tranquiliza. Pero a mí no.
Ese acto que mi amigo es capaz de hacer supone un homenaje a la persona citada. Recordarle, saber su nombre, ubicarlo en el momento justo, supone darle una importancia a la relación. Reconozco que a mí me gusta cuando alguien a quien no veo desde hace mucho tiempo se acuerda de mí. Más aún si nombra hechos comunes o me dice que aún se acuerda de mis comentarios. ¿Por qué si es algo que me satisface no pienso que a los otros les ocurrirá lo mismo? A partir de ahora voy a ponerme manos a la obra para intentarlo.
Como está demostrado que las emociones ayudan a asentar mejor los recuerdos, voy a intentar fijarme más en los gestos, en la cara, en ubicarlo, en recordar el nombre, y en “adjuntarle” una emoción. Tal vez esto me sirva. No quiero dejar de hacer algo que me gusta que hagan conmigo.  
Alguien dijo que no hay sonido más dulce para tu oído que escuchar tu nombre. Pues entonces es un regalo que voy a intentar hacer.
Perdonadme quienes me conocéis de antes si no me acuerdo de vuestro nombre. Sabed  que si nos vemos a partir de ahora, quiero guardarte en un sitio de mi corazón.  Te nombraré.

Un buen consejo


Imagina por un momento que te dispones a comer. Enfrente, un buen amigo que te acompaña. Dos platos de sopa recién hecha, bien, pero bien caliente (por favor imagínate que os  gusta mucho la sopa –esta parte es más difícil).

Tu amigo viene con mucha hambre. Tú también la tienes. Él le mete cucharada al plato y se la lleva a la boca. Lógicamente, se quema.  Le insinúas que espere un poquito a que se enfríe. Él, vuelve a comerse otra cucharada. Segunda ampolla en la boca. Le pides que se dé cuenta de que si sigue se va a destrozar el paladar. Él, con lágrimas en los ojos, reconociendo que está ardiendo, te comenta que tiene mucha hambre. Que sabe que se va a quemar pero que va a seguir comiendo.  Tú, como amigo, le pides que deje de comer, que tan sólo tiene que darse un poco de tiempo. Consejo imposible. Sigue comiendo, con lágrimas en los ojos tras cada cucharada. Se atraganta pero le es igual. Así hasta acabarse el plato. El resultado, por supuesto es catastrófico. Ulceraciones en la boca. No puede ni hablar. No comerá en varios días. Sus papilas gustativas han quedado destrozadas.  Nunca más volverá a disfrutar de una buena comida. Con la confianza de amigo, le recriminas la barbaridad de lo que ha hecho. Él, congestionado, dolorido, lloroso y jodido, te contesta ( casi sin poder abrir la boca): “Es que yo soy así”.

Esta situación, desde luego exagerada pero menos imposible de lo que parece, ocurre en muchas de las conversaciones que se tienen entre amigos cuando uno está dando un consejo a otro. Eso si es que te lo han pedido. Porque si ni siquiera te lo han pedido entonces todo se vuelva aún más rocambolesco.    

Además, tú te quedas fastidiado pues no has podido ayudar. Tus comentarios no han servido de nada. ¡Y da gracias a Dios de que no te acuse tu amigo de lo que le ha ocurrido! Porque como estará fastidiado será capaz de recriminarte el que le hayas dejado comer y serás el culpable de todos sus males!

¿Cuándo has dado un consejo no pedido? ¿Qué resultado obtuviste? ¿Cómo puedo ayudar sin aconsejar?

Tengo claro que el coaching y su práctica me ha enseñado mucho en este sentido. Aunque de vez en cuando, aún con demasiada frecuencia, se me escapa algún consejo no pedido,… con las consecuencias que eso trae.

Sin noticias


Hay más de 350 fallecidos en Lampedusa. Una cifra que fue aumentando poco a poco. Primero 50, luego el doble, luego el doble,…así hasta ese número fatídico. La profusión de imágenes, el goteo constante, me obliga a desconectar, a rechazar, a no prestar atención a esta tragedia.

Pero la noticia vuelve. Hasta que un detalle, oído en una radio, me fuerza a reconocer la realidad en toda su dimensión. Un enterrador dice que tan sólo pudo poner en las tumbas, en las fosas, un pequeño cartel con “emigrante 1”,  “emigrante 2”, “emigrante 3”… El hombre habla con rabia y pena del abandono en que quedarán los cadáveres a partir de ese momento. Nadie para llorarles, nadie para rendirles homenaje, nadie.

Peor aún, ningún familiar de esos “emigrantes” sabrá dónde está su hijo, su hermano, su familiar, su amigo. Saben que se han ido de viaje, a una tierra de salvación en la que podrán disfrutar de una vida digna.

Pero nunca más tendrán noticias de ellos, nunca les localizarán. Ni siquiera sabrán que están muertos. La duda les matará también a ellos. No sabrán de sus seres queridos, tratarán de justificar sus silencios, inventarán mil conjeturas que les evite saber lo peor. Penarán en vida. Y nunca más sabrán nada. Ellos morirán con la incertidumbre y el pesar por el enorme vacío creado.  Imagino qué me pasaría si un familiar, si un amigo mío se va de viaje por trabajo y nunca sé nada más de él. Me volvería loco.

Y yo no sé qué hacer. No puedo quedarme mirando la televisión sin hacer nada. Sólo será un grano de arena en el desierto pero hay que ponerse en marcha. Ser solidario es ser persona.

¡Que cunda el ánimo!


Cuando das un poco de cuerda a la conversación y muestras verdadera atención e interés por el interlocutor, sale a la luz esa afición oculta, ese deseo no realizado,  esa frustración por no haber llevado  algo adelante o el miedo paralizante que bloquea.
Todos tenemos proyectos aparcados, yo el primero. Es normal. Cada cosa a su tiempo, en el momento adecuado.
Pero me he encontrado en muchos casos, que lo que está detrás de esa inacción es la frase: “Tú no puedes hacer eso”  o peor aún, “No vales para eso”.  A veces incluso no se utiliza ni la frase. Recibes una sonrisa de circunstancia, un gesto de desaprobación que se traduce de inmediato en: ¡Madre mía, ¿cómo se me habrá ocurrido a mí dedicarme a esta tontería? Y el resultado más que posible es el abandono del proyecto.  
Pongamos el caso de la escritura (aún sabiendo las ventajas de escribir que tratamos en el post anterior) pero  sirve cualquier otro ejemplo. Cuando alguien comenta que quiere escribir, le piden que sea Cervantes, o Shakespeare,  o Cela desde el minuto cero.  O todo o nada. Desde ya. Porque si no lo haces así, el ánimo que esperas, se convierte en palabras o gestos de desánimo.  Incluso conozco algún caso en el que lo que se esconde detrás es “Si yo no puedo, tú tampoco”.
Reconozco que me enfada mucho cuando veo la tristeza que este tipo de censura ocasiona en el otro. En ese momento, si pillara al cafre que ha sido capaz de hundirle  de manera tan sibilina, seguramente me oiría más de una voz fuerte.  Porque detrás de estos “animadores” se esconde un afán dominador, un miedo horroroso al progreso del otro, un pánico terrible al cambio o un complejo enorme de inferioridad.  
Así que, cuando alguien nos de la confianza, se atreva a contarnos sus proyectos, regalémosle unas palabras de ánimo, seamos empáticos con él.  ¿Cómo te gustaría a ti que se comportaran cuando presentas tu proyecto?